jueves, 2 de noviembre de 2017

Mi padre




Cerca de mi padre siempre había un atlas, un diccionario, una lupa, un metro, una regla, una enciclopedia, un lápiz bien afilado, un bolígrafo rojo, otro azul, un reloj. Lo mismo jugaba solo al scrabble  que hacía un croquis perfecto de algo –posiblemente irrealizable- que tenía en la cabeza y a lo que le daba mil vueltas. Si un día salía a colación alguna de sus palabras “infinitas” (término que le acuñó mi hermano cuando tendría ocho o nueve años), debíamos buscarla en el diccionario, y si tenía relación con un lugar, también nos lo enseñaba en el atlas. Gustaba de colocar fechas y datos en todo lo que hacía, con un esmero y unas proporciones tan completas, que nos parecía demasiado exagerado y suspirábamos sin que se diera cuenta, hartos de su perfeccionismo alemán.




Cuando hace un tiempo encontré su libro de jugadas solitarias (otras veces lo hacía con nosotros), volví a asombrarme del vocabulario inmenso que manejaba, y como era capaz de entretenerse en soledad, sacando las fichas de la bolsa e intentando mejorar la jugada con ayuda del diccionario. Palabras que nunca había oído me las enseñó mi padre: retrechero, sabanear, zahones, alañar, pelafustán, baqueano, faramalla, vocinglero…y tantas otras que tendría que ponerme a buscarlas con detenimiento sin que –aún así- alcanzara a conseguirlas todas; si en algún momento yo las usaba, reía a carcajadas, con su risa franca y ruidosa.
Una tarde que entré mientras leía algo, me preguntó a bocajarro: “¿Tú sabrás quién está en los billetes de dos mil pesetas, no?” Pues no, no solo no lo sabía, sino que no me había fijado en el recién emitido billete. No me volví a olvidar nunca de Celestino Mutis, botánico, médico, sacerdote, geógrafo, que observaba con lupa una mutisia, en aquellos billetes rosados de los años noventa.
Debió ser mi padre un boy-scout ejemplar, minucioso, ordenado, cívico, amante de la naturaleza y del deporte (¡ah, su Balneario con las partidas al frontón o los juegos en la piscina y en el mar!) que consiguió diversos títulos: zapador, cordelero, señalero, agrimensor, escribiente, enfermero, guía, fotógrafo… En sus cuadernos de scout, primorosamente escritos y encuadernados, brilla el chiquillo que sería el padre estricto y amante del conocimiento que más tarde tuvimos.




Seguramente fueron esos años de sombrero de fieltro -que aún conservamos-, pañuelo al cuello e insignias colocadas en el lugar correspondiente, los que forjaron al excursionista sin cansancio, que lo mismo recorría los montes de Anaga, que subía al Teide (en una treintena larga de ocasiones) saliendo desde Tacoronte o andaba por las Siete Cañadas saboreando el rumor del lapilli bajo sus botas, como tantas veces nos decía. Solo o acompañado, tiene mi padre numerosas fotografías de esa época, y allí está siempre sonriente, atlético, con poco abrigo, y la mochila que también andaba en algún armario.




Mi padre, del que guardamos tantos recuerdos y anécdotas, que de cuando en cuando me pongo a escribirlas, tal vez queriendo pasear junto a su vida de caminante, cosa que nunca pude hacer.