lunes, 8 de enero de 2018

Día de Reyes


Ahora que termina la Navidad y veo a la chiquillería con sus regalos de Reyes, pienso en los míos siendo niña. Como los recuerdos son selectivos y además, se van desvirtuando, pues no podría decir cuánta exactitud hay en ellos. Pero sí puedo ver nítidamente delante de mí una escena repetida, el momento de colocar los zapatos en la entrada, la hierba en un rincón del patio, la bandejita con copitas de anís y rosquetes para ese trío de fantasmas en el que hemos creído todos. Y de madrugada, el nerviosismo al despertar y la alegría de encontrar el regalo pedido más alguna sorpresa.

Recuerdo cuando a mi hermano y a mí nos dejaron unas patinetas Mobbo, rojas, resistentes, de ruedas amarillas, con las que luego recorríamos el barrio y bastante más allá. No costaba subir las cuestas hacia La Estación o El Cristo (la infancia es liviana, sí), y mucho menos bajarlas a velocidades importantes, haciendo gala incluso de un equilibrio alocado, como era poner una de las piernas sobre el manillar, ¡ah, la inconsciencia! Total, el peligro mayor era en la curva de doña Catana y pocos coches había; tampoco mucho peatón y nosotros bajábamos a tumba abierta –como dicen ahora de los ciclistas- en la certeza ingenua de que el freno estaba para algo, así estuviera medio comido o ardiera del uso continuado. Más que algún temor a reprimendas familiares, nos imponía la posible presencia de Manolo o Basilio, guardias municipales de mucho respeto, que nos mirarían con caras de pocos amigos. O al llegar a la punta del Camino Nuevo, que Rosario Mariana nos echara una rociada, aún cuando la recuerdo siempre de buen humor.

Otra vez me pusieron un par de teléfonos con un cable como de diez metros y nos mudábamos de habitaciones, hablando bajito por los auriculares, para comprobar que, efectivamente éramos unos pequeños Edison intercambiando frases intrascendentes: “¿Me oyes?”, “¿Dónde estás ahora?”, “Te oigo mal, llama otra vez”. Incluso se atrevió mi hermano (“inventando siniestros”, frase materna que al paso de los años nos acostumbramos a oír cada vez que queríamos hacer algún cambio o mejora en la casa) a añadirle un trozo más de cable, con lo que pudimos llegar hasta el patio y algo más.
Un regalo emocionante fue el microscopio, ¡cuántas alas de mariposa, moscas de ojos enceldados, pétalos y estambres, mariquitas, plumas…pasaron por aquella lente rústica! Sembró en mí una nueva curiosidad y me creía una Marie Curie, acostumbrada como ya estaba a leer Vidas Ilustres y de Santos. Cuando más tarde estudié el ojo compuesto de los insectos, bien orgullosa me sentí de haberlos visto años antes en aquel artilugio que habían traído los Reyes, seguramente junto a algún libro, un pijama y un par de cosas más.

Muchos de esos regalos los encargaba mi madre gracias a una revista de Galerías Preciados que recibía de cuando en cuando. Nunca nos enteramos si los iba a buscar a Santa Cruz, si los mandaban por correo o si efectivamente tenía un trato con Baltasar –que tan tierno y exótico nos parecía-, cosa muy común en nuestros años ingenuos.

Pero todo eso terminó drásticamente, cuando con quince años, mi madre nos dijo:
-Ya son grandes y bien saben que esto no es sino un asunto para gastar y perder el tiempo buscando regalos. A partir de ahora se acabaron los Reyes.
Y así fue.
La verdad es que me sentí fatal y me costó superar aquella decisión práctica en grado sumo, muy de la personalidad materna. Lo que tardé en superar ese casi trauma, lo contaré en otra ocasión.
Disfruten de los regalos, yo hago lo propio con los míos, descuiden.



Texto y foto, Virgi

Enero 2018